La vida ofrece suaves senderos y caminos pedregosos, compañeros de viaje y noches de soledad. Todo para que en algún punto del camino, una tarde, nos demos cuenta que no teníamos toda la información, que nunca somos el todo que creemos ser, el lado real del espejo. Entonces pasa a ser un privilegio el poder mirar serenos desde nuestra esquina el día a día, entendiendo que el otro mira desde la suya y que al final jamás podremos conocer (sin pasar a llevar o trasgredir) sus reales motivaciones, sus sufrimientos ocultos; las totales complejidades de quienes se presentan antes nosotros.
Abanico de Seda permite además, y no sólo ese es su encanto, que uno entre en la cultura China de los pies pequeños, en los dolores, en la conformación y fragilidad de miles de mujeres; en el lenguaje oculto del azar y de las posibilidades en la vida, en las claves del nu shu que permitía a las mujeres escribirse a la distancia y dejar un registro, una huella de sus exteriormente insignificantes vidas.
(Aunque como es descrito este lenguaje femenino secreto, el nu shu, me parece que apenas les puede haber servido, porque no podían ocultarlo a su vez de las mujeres mayores, que muchas veces fueron los reales verdugos de las más jóvenes. Imagino que cada generación debe haber introducido pequeñas modificaciones, claves para que el lenguaje siguiera siendo realmente secreto.)
Se trata de un libro enorme en temas e imágenes, porque muestra en todo su esplendor una cultura que nos puede parecer a ratos imposible, un cuento cruel. Y el relato a su vez se hace cargo del destino, de la madurez (en el sentido de adultez sumada a sabiduría adquirida) que permitía esa forma de vida y se refiere al mismo tiempo al amor impuesto y a veces posible; grabando finalmente en la memoria del lector fotos bellísimas de la cultura China, inmensas escenas que muestran todo el mundo interno sobre el que se afirmó por más de dos milenios esa visión de la realidad que fue la de los pies vendados.
- No puedes oponerte a tu destino -observé-. Estamos predestinados.
- Eso dice mi madre. Sólo me desataba para obligarme a caminar hasta que se me rompieran los huesos y para que pudiera utilizar el orinal. Yo no dejaba de mirar por la celosía. Observaba a los pájaros que pasaban volando. Seguía la trayectoria de las nubes que viajaban por el cielo. Contemplaba la luna y la veía crecer y menguar.
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